Relatos

Botones
Nunca hubo un tiempo tan feliz en el que ir al trabajo me costara tan poco. Fue cuando pusieron a Marcos en mi misma máquina de montaje. Nunca ocho horas de pie en un mismo sitio fueron tan maravillosas.
Amanecía pensando en él, me lavaba los dientes pensando en él, me cepillaba el pelo pensando en él. Pensando en él cogía mi coche y me dirigía al eterno-adorado atasco de hora y media para un recorrido de apenas cuarenta minutos en circunstancias normales. Pensando en él compraba el bocadillo que me comería a media mañana, me ponía la bata gris pensando en él y una vez que llegaba a mi puesto ya no podía pensar más en él puesto que lo tenía a mi lado. Solo era cuestión de acumular durante las ocho horas siguientes pequeños detalles suyos en los que pensar después. Nunca un tiempo fue más agradecido.
Pero aún fue a mejor. Cuando aquel día tras el bocadillo me tiró de la manga de la bata y me hizo quedar atrás del resto para besarme a hurtadillas, las cuatro horas siguientes volaron, se esfumaron… y los meses siguientes fueron deliciosos, jamás una máquina de poner botones conoció una historia tan bonita como la nuestra. Tenía ganas de saltar sin poder moverme de allí mismo colocando aquellos botones negros, tan sosos, cada uno en su lugar, para que luego él vigilara que ninguno se había quedado fuera. A punto estuve varias veces de coserme los dedos, pero qué más hubiese dado si mi Marcos estaba al lado, eso nos hubiese dado la oportunidad de salir de allí, él me cogería y me llevaría a la enfermería, las compañeras dirían ¿qué le ha pasado a Marta?, y él dándoles la espalda, conmigo en brazos les diría, dejadme, ya me ocupo yo…. En esto se me iba todo el tiempo, en imaginar historias inverosímiles e increíblemente parecidas a cualquier novela rosa barata… pero era tan bonito. Menos mal que lo repetitivo del trabajo hacía que pudieses tener la mente en otro lado. Botón espacio, botón- espacio, botón- que guapo viene hoy Marcos, botón- y cada vez que la máquina se detiene me sonríe, botón-espacio, en el bocadillo conseguiré sentarme a su lado-espacio… y así todo el rato, con lo que alguna que otra vez el resultado era botón-botón, o espacio-espacio…. Pero él estaba ahí para remediarlo.
Pero llegó la otra cara de la moneda, la cara fea, y es que Marcos, mi adorado Marcos vigila-botones no era tal y como yo lo había pintado, y así como yo creía que solo tenía ojos para mí y para mis botones, descubrí muy a mi pesar, que fuera de la fábrica tenía otra vida, otra vida que me dejaba muy al margen, tanto que no iba a haber aguja en el mundo que pudiese coserme a él. Y poco a poco empecé a odiarlo.
Al principio no iba más allá de a ver si hoy no ha venido pero luego el corazón se me disparaba cuando lo veía llegar, porque claro, al corazón una no le acostumbra a una cosa y luego de golpe y porrazo le dice, ea ya está, cuando veamos a este, tú chitón. Eso lleva más tiempo. Luego ya mis pensamientos fueron un poco a más, como: te pongo este botón mal adrede, y al final acabé con ideas como la de: ojalá te cosa la aguja los dedos y te quedes ahí clavado un mes.  En ese momento fue cuando ir al trabajo se me hizo un calvario. Pero ni aún así dejaba de pensar en él. Pero entonces lo maldecía. Amanecía maldiciéndolo, me lavaba los dientes maldiciéndolo, me cepillaba el pelo maldiciéndolo. Maldiciéndolo cogía mi coche y me dirigía al eterno-maldito atasco de hora y media para un recorrido de apenas cuarenta minutos en circunstancias normales. Mientras me compraba el bocadillo que me comería a media mañana seguía maldiciéndolo, como también lo hacía mientras me ponía la bata gris y una vez que llegaba a mi puesto como lo tenía a mi lado, solo tenía que ir acumulando defectos suyos para seguir maldiciéndolo durante las horas del día restantes. Y entonces muchas veces acababa montando verdaderos desastres en la máquina que él corregía a regañadientes.
Y un día ya no vino más, me pusieron en la máquina a un chico totalmente desconocido, ni simpático ni desagradable, ni feo ni guapo, ni siquiera recordé su nombre en los días siguientes. Y Marcos no vino más. Y entonces volver al trabajo durante una temporada se convirtió en una esperanza débil de que volviera a aparecer, pero a mi lado seguía este tal Juan o Antonio o como se llamara. Y más adelante continué alimentando esa esperanza por volverlo a ver, y acabó convirtiéndose casi en una obsesión. No dejaba de pensar qué le habría pasado, en la fábrica nadie me daba norte, y tampoco quería preguntar demasiado por no desvelar mi obsesión, porque aquello ya era una obsesión, lo reconozco. Todo era buscar en cada rincón de la fábrica para ver si le habían cambiado de sitio, todo era cuestionarme y montarme historias en la cabeza de lo que podría haber pasado, ¿se habría marchado porque sí?, ¿le habrían despedido?, ¿volvería?...esta pregunta era con la que me acostaba y me levantaba todos los días, y la que me acompañaba mis ocho horas pertinentes. 
Pero al final el tiempo hizo mella y dejé de preguntarme por él, y dejé de buscarlo, y dejé de esperarlo. Entonces ir al trabajo se convirtió en algo anodino, y descubrí que es la peor forma de hacer las cosas, porque al final acabé por no cepillarme el pelo todas las mañanas, por no quejarme ni alegrarme por ver o no coches en el atasco diario, descuidé mi bocadillo, que a veces compraba y otras veces no, me abrochaba la bata sin interés y una vez que llegaba a mi puesto no acumulaba ningún detalle, ni bueno ni malo de nada ni de nadie, simplemente miraba mi trabajo. Eso sí, el jefe vino a felicitarme un par de veces puesto que me volví de lo más eficaz, nunca más hubo un error en el orden de los botones.


Niebla

Era una niebla extraña. Blanca, densa, fría y, sobretodo, muy inestable. Lo llenaba todo, se colaba por todas partes. Se metía por debajo de los abrigos, por debajo de las puertas, en los armarios, las casas estaban llenas de niebla, las calles estaban llenas de niebla, mis pulmones estaban llenos de niebla, mis ojos… todo.
La gente hablaba de días, a mi me parecían meses los que llevaba esta niebla cubriéndolo todo. Al principio fue bonito amanecer y verlo todo tras la cortina de agua, luego ese vapor empezó a mojarlo todo, a llenarlo todo, y empezó a ser molesto. Días semanas o meses… qué más daba lo que llevase, a mi me agobiaba ver como poco a poco todo se iba fundiendo con esa niebla. Desapareciendo.

La segunda mañana que amaneció no me di cuenta al principio, pero dejé de ver el buzón de correos que estaba frente a mi casa. Cierto es que apenas ni se veía a dos metros de distancia, con lo que sería difícil ver el buzón de la acera de enfrente. Pero es que tuve que ir a echar una carta y el buzón no estaba allí. Cuándo pregunté en correos no supieron qué decirme. Al día siguiente era la farola de mi acera la que ya no estaba. Empezaron entonces a desaparecer día tras día cosas intrascendentes. Al buzón y a la farola se sumaron la cabina de teléfonos de la esquina, el paso de cebra de la calle, la señal de Stop del cruce, con lo que hubieron algunos accidentes… incluso desaparecieron, cuando la niebla empezó a colarse por las rendijas de mi ventana, las pastillas para el dolor de cabeza que guardaba en el cajón de mi mesilla de noche, mi chaqueta azul con capucha, las manzanas rojas del frutero, la miniatura de la torre Eiffel que mi hermana me regaló cuando estuvo en París… Todos los días desaparecía algo, todos.
Pero, lo realmente preocupante fue cuando empezaron a desaparecer casas enteras. La mañana del quinto día de niebla al abrir la ventana de mi habitación, con cuidado de no asomarme porque la barandilla había desaparecido el día anterior, no podía salir de mi asombro al ver que no podía ver la casa de enfrente. Como la niebla seguía llenándolo todo, bajé a medio vestir y crucé la calle. Era increíble, pero entre el número cinco y el nueve estaba el hueco perfecto de la casa número siete. Un solar vacío. Pregunté a un vecino que venía de comprar el pan y le pregunté si habían tirado la casa, me miró alucinado a la vez que me decía “¿qué casa?”, la número siete, la que estaba aquí”, le respondí, “es que aquí no ha habido nunca una casa”. No supe que decir y mi vecino se fue sacudiendo la cabeza. Era increíble, o me estaba volviendo loca o aquí estaba pasando algo raro.
Cuando esa misma mañana me fui para el trabajo, observé que no sólo habían desaparecido casas en mi barrio, sino que en toda la ciudad había ocurrido lo mismo. En la calle Velázquez faltaban las aceras, en Goya faltaban todos los bancos donde los mayores se sentaban a ver pasar a la gente. También por el centro me sorprendió el no ver un edificio de oficinas que llevaba pocos meses levantado, y en la calle Amor de Dios había desaparecido una sucursal del Banco Popular sin dejar más huella que un cajero automático que indicaba en su pantalla “Fuera de servicio”.
Pero lo increíble pese a todo no eran en sí las desapariciones, que lo eran, lo realmente increíble es que la gente no se daba cuenta de nada…… ¿cómo podía ser? Dejé de preguntar a todos qué estaba pasando porque me miraban como a un bicho raro.
Cuando en el autobús le pregunté al conductor dónde estaba la máquina para el bonobús, me dijo que de qué estaba hablando y tuve que pagar mi billete. Cuando en el trabajo pregunté por la cafetería mi jefe quiso mandarme a casa porque llevaba toda la mañana preguntando cosas muy raras y todos me miraban con aprensión.
De camino a mi casa seguía alucinada por todo lo que estaba pasando. Sólo se veía la niebla, que cada vez era más densa. Pero ¿es que sólo yo estaba notando que todo desaparecía? A lo mejor me lo estaba imaginando, pero no podía ser, yo sabía lo que veía, yo no estaba loca, si estaba yendo a mi casa por la calle Recoletos, era porque la calle Garí había desaparecido… y esa calle la conocía bien. Llevaba toda la vida cruzándola. Allí estaba la mercería de Dolores donde mi madre compraba los botones cuerno de mi trenca, la panadería La Industrial con los escaparates llenos de pasteles deliciosos y su eterna figura del payaso de chocolate. El bar Miguelito, donde mi padre hacía hora para volver a casa o al trabajo, echando esas interminables e incomprensibles partidas de dominó… y ahora solo había niebla, solo niebla.
Quería llamar a alguien de mi familia, a Andrés, o algún amigo para hablar de lo que estaba pasando… pero la desaparición de la tecla del número siete de mi móvil me limitaba la llamada a pocas personas, personas que además, de poder haber elegido, hubieran sido mis candidatas número uno para que se las tragase la niebla… mejor volverme loca a llamar a Inés o a Carmen…
En las noticias de la tele nadie comentaba nada, tampoco la radio parecía darse cuenta de que las cosas estaban desapareciendo. Estar en mi casa tampoco me tranquilizaba demasiado puesto que si dejaba las cosas en un sitio luego no aparecían allí, ni en ningún otro lado.
Quise acostarme temprano aunque no tenía ni idea de la hora que era, y tampoco tenía muchas ganas de volver a dormir en el sofá puesto que la mañana anterior había amanecido en el suelo y mi cama, traída por Andrés desde Portugal pieza por pieza durante meses para poder traérsela en el coche, había desaparecido en cuestión de una noche. Lamenté las diez horas de montaje y las dos de discusiones que costaron la dichosa cama. Uno sesenta por dos metros, madera de nogal envejecido, cabecero con relieves florares imposibles y pies con escudo de vete a saber qué apellido… todo eso se tragó la niebla y sin remordimientos. Por eso yo lo tenía claro, era una niebla cruel. No solo por arrebatarme las cosas, sino por permitir que yo fuese la única que me daba cuenta.
Eso era lo más injusto de todo, aprender a vivir negando la evidencia. Aprender a hacerlo todo sin preguntar constantemente dónde está esto o lo otro. La gente veía la niebla, y se quejaban, pero solo porque todo estaba mojado, porque la ropa no se secaba, porque empezaba a ser pesada… pero nadie comentaba que al meter la llave en la cerradura de su puerta de repente se daba cuenta de que la puerta ya no estaba, como me pasaba a mí, o que al ir a lavarte las manos veías que el grifo del agua caliente había desaparecido… Era una niebla cruel… incluso retorcida y la odiaba con todas mis fuerzas.
           
Sin embargo, se acabó. Una mañana al no mirar por la ventana, tanto me había acostumbrado al gris, vi por el rabillo del ojo un color azul, desvaído, tímido al principio, pero que cuando abrí la persiana fue cobrando intensidad. Pude salir al balcón sorprendida porque la barandilla hubiese vuelto y miré alucinada como la casa de enfrente se confirmaba ante mis ojos.
Salí de prisa de casa para comprobar que, si bien no todo, muchas de las cosas desaparecidas empezaban a reaparecer. Introduje con entusiasmo mi bonobús en la máquina de picar, me senté en un banco de la calle  Goya admirada por lo bien que se estaba allí recibiendo la luz del sol, en mi trabajo fui a la cafetería y me tomé un café de hora y media después de mi turno.
La explosión de color se hacía patente en todos porque muchos todavía no se habían acostumbrado a la luz e iban buscando la sombra o pestañeando más de lo debido, puesto que sus pupilas se habían hecho al gris.
            Las cosas empezaron a volver a la normalidad, la gente empezó a decirme que habían estado preocupados por mí durante unas semanas porque no hacía más que preguntar cosas raras y andar asustada por todas partes… “Chica, es que parecía que temías que el suelo desapareciese…”, me dijo un compañero, sin sospechar cuánta razón tenía. Estaba aterrada ante la idea de que todo lo que yo conocía se esfumase de repente.
            Al final me sugerí a mi misma conforme todo volvía a la normalidad y los pasos de cebra volvían a estar en su sitio, y también los buzones y las pastillas para el dolor de cabeza volvieron al cajón de mi mesilla, y la puerta de mi casa volvió a su sitio, me dije entonces que todo había sido producto de mi imaginación. No podían estar todos equivocados.
            Mi cabeza, que nunca fue un sitio sano para vivir, me la había jugado. Estaba claro. O por lo menos debía de estarlo. Habían pasado dos meses y no debía de darle más vueltas al asunto. Eso era exactamente lo que iba pensando mientras me dirigía a aquella tienda de muebles de importación en la que había comprado la semana anterior una cama nueva porque ya estaba cansada de mal dormir en el sofá y de esperar que alguna mañana apareciera mi cama como había aparecido todo lo demás. No me venía bien pasarme hoy por la mañana, pero cuando quise llamar para avisar de que no iba a ir, comprobé que el número de la tienda tenía varios sietes, y esa tecla seguía sin aparecer en mi móvil.


La extraña de al lado

El hombre miró a su mujer que dormitaba con la frente pegada al cristal de la ventanilla del coche. La postura no le favorecía en nada. La miraba brevemente mientras seguía con la vista puesta en la carretera y se preguntaba quién era esa extraña que la había suplantado. No reconocía ese pelo crespo, esa barbilla caída, esa papada incipiente, como los rasgos de la mujer con la que se casó años atrás. Para ser justos, pensó, él tampoco era ya el mismo, pero la visión de esa desconocida sentada a su lado le tenía atrapado.  De repente imaginó que tal vez cuando despertara también su voz, su carácter, su mirada habrían cambiado y realmente fuese una mujer que no conocía de nada, ¿cómo reaccionaría entonces?. Sacudió enérgicamente la cabeza para despejarla pero sin éxito, la mujer de al lado seguía siendo una extraña. Recordó brevemente el día en que se conocieron, los presentó una prima de ella y esa misma tarde ya se juraron amor eterno… tenían apenas diecisiete años, con esa edad es fácil jurar cualquier cosa. Recordó lo mucho que le gustaron sus manos pequeñas enfundadas en aquellos guantes de colores que ella misma se había hecho. Al poco le hizo unos a él, más sobrios y llenos de agujeros por donde colaba el aire… jamás unos guantes le calentaron tanto las manos. Fueron novios hasta los veintitantos en que decidieron casarse y se fueron a vivir al pueblo donde le dieron a él trabajo. Estaban lejos de todo, eran felices, no conocían a nadie, eran felices, la casa alquilada se les caía a pedazos, pero ellos eran felices. Se tenían el uno al otro. Y fueron felices durante mucho tiempo, y tuvieron tres hijos, y fueron aun si cabe más felices todavía, y consiguieron tener una casa en condiciones, y él un trabajo en condiciones, y ella una vida en condiciones y la suerte y la dicha les acompañaba. Sin embargo, el tiempo había pasado demasiado rápido, si ahora lo recordaba todo era cierto que eran muchas cosas las que había vivido, pero todas parecían haber pasado ayer, todas parecían estar justo al lado, y de todas hacían ya veinte o incluso treinta años… del trabajo lo jubilaron de un modo anticipado, sin explicaciones, sin más, y aunque le había quedado una buena paga, siempre lo acompañaba la sensación de que lo echaron porque otros más jóvenes entraban y la experiencia de él ya no valía nada, se sentía inútil. Los hijos se habían marchado todos y apenas los visitaban, él entendía que cada uno tenía su vida, él mismo hizo lo mismo cuando fue joven, pero ahora lo sufría desde la otra parte. Lamentaba no haber querido más a sus padres, lamentaba haber querido tanto a sus hijos que ahora ya no estaban. Tenían una casa estupenda, en la sierra, incluso construyeron una piscina que ahora se llenaba de verdín porque nadie se bañaba en ella y él ya empezaba a estar un poco harto de limpiarla todos los días para nada. Su mujer se había vuelto hosca, apenas hablaban y lo cierto es que nunca discutían, pero también era cierto que había días en los que casi ni se dirigían la palabra, y no porque estuviesen enfadados, por lo menos él no lo estaba y creía que ella tampoco, era porque ya no tenían nada que hablar.  De vez en cuando iba al bar del barrio a echar alguna partida de cartas con los amigos, pero desde que murió Tomás, su compañero de trabajo, padrino de dos de sus hijos, amigo de verdad, él ya no se encontraba a gusto allí. Desde que muriera Tomás apenas iba al bar. Sentía que había llegado a la época de las pérdidas, sentía que todo lo que había ganado iba a perderlo ahora…
El hombre detuvo el coche en un área de descanso y salió de él con cuidado de no despertar a la mujer que llevaba al lado y que no reconocía.
Tenía por costumbre limpiar el banco donde iba a sentarse pero esta vez le pareció estúpido hacerlo. Se sentó y miró al suelo y, entonces, empezó a llorar.